La actitud es un regalo que vale la pena cultivar y puede convertirse en uno de nuestros mayores activos. Tiene el poder de modificar nuestra interpretación de la realidad, lo que cambia nuestra disposición ante la vida en general y ante el trabajo en particular. Influye, entre otras cosas, en la valoración que hacemos de los obstáculos y oportunidades que aparecen en nuestro camino y, por lo tanto, en nuestra capacidad de superarlos o acogerlas, respectivamente. Ser capaz de escoger la actitud te empodera en relación con tus circunstancias, sean las que sean, porque te transforma y si tú cambias, cambia el mundo.
Resultan habituales las referencias a la actitud positiva, aunque me parece importante no sobrevalorarla y permitirnos conectar, previamente, con las emociones negativas cuando es necesario. En el ámbito profesional, la actitud con “c” también se ha convertido en una mención frecuente, en contraposición a la aptitud con “p”. Es algo que me parece fundamental en este tiempo, en el que tanta importancia estamos concediendo a las competencias transversales: para un desarrollo más completo, para continuar creciendo, para cambiar o para reinventarnos las veces que haga falta, optando así a nuevas oportunidades y futuros profesionales emergentes. No obstante, la actitud abarca mucho más y tiene un aspecto aún más beneficioso.
La actitud es una elección y, por lo tanto, es un ejercicio de nuestra libertad personal. A modo de ejemplo, me gustaría hacer referencia a dos personajes fuera de serie de nuestro tiempo, dos ejemplos de resiliencia que afrontaron una pérdida de libertad extrema. El primero es Viktor Frankl que descubrió la logoterapia tras experimentar su cautiverio en un campo de concentración y que dijo: «Al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias para decidir su propio camino». Es una frase magistral que está muy conectada con el poema victoriano que inspiró a Nelson Mandela durante sus años de encarcelamiento, el segundo personaje al que me refería. Se trata del poema Invictus de William Ernes Henley, que concluye diciendo: «No importa cuán estrecho sea el portal, cuán cargada de castigos la sentencia. Soy el amo de mi destino: soy el capitán de mi alma».
¿Puede haber algo más motivador y liberador?
Recuérdalo cuando aparezcan obstáculos, te agotes o la vida te presente impedimentos. Reinterpreta tu realidad, elige tu actitud y toma las decisiones que sean necesarias. Si no hay nada que puedas hacer, ríndete y acéptalo, pero nunca te resignes. Busca el sentido, evita vivir en la pena y abraza el cambio con esperanza, porque como también dijo Viktor Frankl: «Quien tiene una razón para vivir, acabará por encontrar el cómo».
Autor: María-José Dunjó,
Especialista en
Transición Profesional,
Talento y Reinvención
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