Era inevitable que mis ojos se fijaran en sus labios. Además de estar muerto de hambre, ella se atrevía a moverlos despreocupadamente, haciéndolos bailar, quizás ajena al espectáculo que me estaba regalando. Intenté en varias ocasiones dejar de mirarlos, sin éxito. Me sentía totalmente desconsolado, porque ella se mostraba muy atrevida y cargaba su verbo con adjuntos de pasión, rompiendo en pedazos mi bandeja interior de correos no deseados.

A veces subía la mirada buscando unos ojos cómplices. Pero cualquier esfuerzo resultaba inevitable… Oía lo que decía,  entendiendo solo la superficie de un océano inmenso. Porque al hablar… el espectáculo volvía a comenzar. Y mi atención de nuevo se centraba en el desconsuelo de la boca que no dejaba de  observar. Sus labios transmitían sensación de comodidad. Al estudiarlos imagino que son muy tiernos, acolchados y mullidos.  Aunque les pusiera freno, untándolos con pegamento y los dejara inmóviles, ellos seguirían diciendo hola; hola, estamos aquí.

De repente el espectáculo paró. Y en su quietud mi corazón se aceleró. Era inevitable que mis ojos se fijaran en sus labios y, por supuesto, ella se había dado cuenta ya. ¿Quizás por eso se habrá detenido? ¡Ay! ¿Qué digo? ¿Acaso me tocará ahora a mí? Yo no quiero hablar, yo solo la quiero mirar, sentir su presencia. Era inevitable disfrutar del espectáculo, inevitable vivir mi desconsuelo en privado, no lo quería compartir, tampoco podía. Dudaba de que entendiera mis palabras si me descubría, dudé de todo. Y entonces me lo preguntó: ¿dime en qué estás pensando?

  • Pienso que tienes una boca preciosa y me preguntaba: ¿si sabes besar?, porque te quiero enseñar.

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