La historia interminable

Reescribir los cuentos para que todos los finales sean posibles.

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¿Y si las princesas ya no esperaran y los príncipes tuvieran que ponerse las pilas?

Nunca he entendido el final de los cuentos infantiles: “fueron felices y comieron perdices”. Es verdad que la comida da felicidad, pero lo de las perdices me cuesta mucho ubicarlo entre mis preferencias culinarias y emocionales, porque suena a historia de cazadores y de casados —con ese, en este último caso—.

De todas formas, no estoy por la labor de defenestrar los cuentos clásicos de mi infancia; al contrario, si ponemos en valor el significado del término clásico, no estaría mal sacarlos de la hoguera de las historias prohibidas. Porque nada puede transformarse si no se conoce, y ese “nada” incluye también esos finales que, como ya hemos dicho, siempre acaban bien.

Eso dicen los clásicos, y eso aprendimos… hasta que un día, no hace mucho tiempo, a unas mujeres —de esas exageradas— les dio por decir que no. Que lo de los castillos y los príncipes era mentira, y que el amor nada tenía que ver con un poder mágico todopoderoso, y que ya estaba bien de brujas y de hacendosas amas de casa para las que no era suficiente hacer una cama, sino siete.

A algunas mujeres esta afirmación les pareció un disparate; otras, sin embargo, la aplaudieron con entusiasmo y exclamaron que ya era hora. Unos cuantos hombres (por emplear cualquier determinante indefinido) acudieron de nuevo a la exageración (lo de las mujeres y la hipérbole siempre queda bien) como argumento principal para rechazarla de forma tajante.

Y, a pesar de esta negativa masculina, lo cierto fue que muchos de aquellos personajes que conformaban nuestro ideario infantil empezaron a adquirir matices diferentes, de tal manera que las historias podían ser otras, y otros los finales.

Sin embargo, para que esto ocurriera fueron necesarios siglos de espera, años de lecturas y, sobre todo, nuevas voces que se atrevieran a repensar, a reformular y a reescribir esas historias aprendidas.

Y abracadabra, las princesas se subieron al caballo y aprendieron a galopar a través de ese acervo ingente de tradición grabado a fuego en tantos libros. Sin embargo, el resultado no fue el esperado.

Mientras ellas discutían acerca de las ventajas y desventajas de su nueva condición, los príncipes se mantenían perplejos, como si la cosa no fuera con ellos, temerosos de perder el favor acumulado a lo largo de tantos cuentos. Esta estupefacción masculina no duraría mucho tiempo, porque —les guste a ellos o no— lo suyo es dejarse llevar por las modas.

Así que, un día, después de todo este aquelarre, y cuando la Bella ya había decidido separarse de la Bestia, los príncipes dieron un paso adelante y, aun sin mucha convicción, dijeron que sí, que vale, que los nuevos tiempos necesitaban nuevos personajes masculinos y que, por supuesto, que okey.

Dijeron que vale y decidieron hacer unos cursitos para formarse mejor en el tema, porque lo que traían aprendido de casa no servía, estaba caduco y no iba con los tiempos. Así que pusieron todo su empeño en no faltar a clase y en hacer todas las tareas para no perder el ritmo. Y es que, a estas alturas de la historia, no es plan repetir curso.

Algunas mujeres no daban crédito y los miraban de reojo; otras se mostraban crédulas y decían que hay que confiar, porque la esperanza es lo último que se pierde, y todo el mundo merece… ¿una? oportunidad.

Mientras tanto, ellos se esforzaban en cumplir con las nuevas demandas, porque lo importante es participar. Y es que si no —decían unos— nos quitan el papel protagonista y ya no saldremos ni en los créditos. “Mira a ver”, decían otros, “tú di a todo que sí, que las palabras se las lleva el viento y mañana hay vendaval”.

Así que: sofá, manta y una buena cena que, aunque no es época, en el congelador aún tengo unas perdices. Como en los cuentos de antes. Esos en los que había princesas y príncipes. Esos en los que ellas esperaban mientras nosotros íbamos de aquí para allá. Vaya lucha. Qué pereza. Menos mal que mañana hay vendaval… y que colorín, colorado, esta historia se ha acabado.

 

Por: Mari Nieves Pérez Cejas

 

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