La inteligencia artificial avanza con paso firme, transformando nuestras vidas en múltiples ámbitos. Pero mientras celebramos sus beneficios, deberíamos mirar con atención las sombras que proyecta. Esta semana, un artículo de The Guardian alertaba sobre un fenómeno profundamente inquietante: el uso de la IA para generar contenidos violentos y sexualizados contra mujeres y niñas. No se trata de una anécdota marginal, sino de una industria creciente, sin regulación y con consecuencias devastadoras.
Burdeles virtuales donde las mujeres son tratadas como objetos personalizables, robots sexuales programados para simular violaciones, deepfakes que convierten imágenes inocentes en pornografía sin consentimiento… ¿Cómo hemos llegado a este punto sin que haya una alarma social masiva? ¿Cómo es posible que la tecnología más puntera del mundo esté replicando las fantasías más oscuras de una cultura que aún normaliza la violencia de género?
Lo que está ocurriendo no es un fallo técnico, sino el reflejo de un sistema que sigue considerando el cuerpo de las mujeres como terreno de dominio, de consumo, de ficción sin límites. Las máquinas no tienen moral, pero quienes las programan sí deberían tenerla. Sin un marco ético sólido, la IA no será un instrumento de liberación, sino un amplificador de los peores sesgos y violencias que ya existen en nuestra sociedad.
Este problema no es solo de las grandes empresas tecnológicas, sino de todos los que permitimos que estos desarrollos avancen sin cuestionamientos. Necesitamos regulación urgente, responsabilidad compartida y una conversación pública profunda. No podemos seguir admirando los avances de la inteligencia artificial mientras cerramos los ojos a cómo esta reproduce y refuerza la misoginia estructural.
La tecnología no es neutral. Y su impacto no es virtual. Las consecuencias de esta nueva forma de violencia digital ya se sienten en la autoestima, la seguridad y la libertad de muchas mujeres. ¿Hasta cuándo vamos a tolerarlo?
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